2.2.15

Dicen que lo imposible no existe

Escrito por Alba Matilla

Dicen que lo imposible no existe.

Que puedes ser lo que te propongas, que el ser humano no tiene límites y que nunca debemos renunciar a nuestros sueños.

Por desgracia, todas mis ilusiones murieron ahogadas en la oscuridad de esta habitación hace bastante tiempo.

A día de hoy, todavía me pregunto cómo sucedió todo, qué hice para merecer estar aquí atrapada...

Recuerdo que era un día precioso. La gélida brisa invernal parecía disiparse tras los rayos de sol, y la nieve se marchaba dejando a su paso un rastro de charcos en la calzada.

Ilustración realizada por Alba Matilla
Roy jugaba al escondite junto con el resto de niños de la aldea, mientras que yo leía una novela de Oscar Wilde sentada en los escalones de la Plaza Mayor.

Sí, me acuerdo muy bien. Casi puedo oír el ladrido de los perros, los chillidos de los pequeños al ser descubiertos, el olor a viejo de las páginas del libro…

Para mi padre yo siempre había sido la favorita. Siempre decía lo inteligente que era, y que sólo las personas con una capacidad mental como la mía merecían estar en la universidad, y no esos hijos de ricos que entraban pagando una suma económica que podría cubrirnos los gastos de al menos dos años, aun así insignificante para ellos. Por ello, mi padre siempre dedicó gran parte de su tiempo a enseñarme todo lo que sabía. Y cuando eso dejó de ser suficiente, invirtió bastante dinero (el cual no nos sobraba precisamente) en comprarme libros que explicaran por él todos los conceptos de ciencia, filosofía, matemáticas y literatura que no era capaz de mostrarme.

Mi madre solía reñirle de vez en cuando, recordarle que el dinero no se podía gastar así como así y no era conveniente invertirlo en mi entrada a la universidad tal y como estaban las cosas en el país.

Pero, aun así, mi padre continuó su plan apostando por mí, y yo me sentí la persona más afortunada del mundo.

Un niño alto y delgaducho me sacó del universo de Wilde para darme una mala noticia:

-Roy lleva un buen rato desaparecido. No lo encontramos por ninguna parte.

Me lancé a la búsqueda de mi hermano por las calles del pueblo, hasta que por fin lo encontré hecho un ovillo contra el muro de un callejón sin salida. Un polvillo parecido a la pólvora le cubría el rostro y las manos.

Cuando le pregunté qué había sucedido temí que se hubiera vuelto loco. “La nieve oscura, la nieve oscura, la nieve oscura…” Repetía esas tres palabras una y otra vez, sin sentido aparente…

… hasta que minutos después sí lo tuvieron. Y ojalá nunca lo hubieran tenido.

Cañonazos, balas, chillidos, fuego… Entre todo aquel caos, solamente las tres palabras de mi hermano se quedaron grabadas para siempre en mi interior. La nieve oscura. Las cenizas de la destrucción del pueblo, mi pueblo, de todo aquello que tenía.

Quizás debería haberme muerto allí, por el disparo de algún soldado, por el derrumbamiento de un edificio sobre mí, o intoxicada al inhalar demasiado humo como le pasó a Roy.

Pero por alguna extraña razón no lo hice.

Ha pasado tanto tiempo desde aquel suceso que ya ni siquiera me acuerdo de cuándo fue la última vez que me pregunté cuál sería el motivo de mi supervivencia. No sé cuántos años llevo aquí encerrada, siendo testigo de cómo los sueños que mi padre y yo construimos con tanto afán morían en las esquinas oscuras de aquella celda…

Dicen que lo imposible no existe.

Yo no creía eso, hasta que, después de siglos sin oír más que el ruido de mi llanto, escuché el sonido de una puerta al abrirse.

Y una luz que mataba a la oscuridad que me mantenía capturada.

Y una voz. Una dulce, y clara voz humana.

-Hola, Liesel. La guerra por fin ha acabado, y ya nadie te retiene como prisionera aquí. Tu padre te espera arriba. Lleva demasiado tiempo queriendo verte.

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